Como pez en el agua



El sol asoma por la delgada línea del horizonte, vertiendo sus rayos sobre el paisaje. Algunos caen en el lago y se mezclan en el vaivén de las frías aguas creando una acuarela dorada, pintando un improvisado y brillante amanecer. 

El repentino viento roza con sus pálidos dedos la superficie del lago, emborronando el cuadro y punteando olas, mientras susurra una nana de relajante fluir. Los pájaros y los árboles lo acompañan tímidamente desde el interior del bosque, como un público que conoce la letra y sólo se atreve a mover los labios. Siento cómo también se acerca a mí, cantándome al oído, preguntándome si yo también conozco la canción; la canción del silencio, la canción de la soledad. La conozco demasiado bien. Un escalofrío me sube por la espalda, materializándose al final en pequeñas lágrimas congeladas. Quizás sea por la esencia de escarcha que arrastra el viento consigo, quizás por la crudeza de la canción que canta, o quizás porque soy un viejo sensiblero.

El sol, siempre atento, corre y me estrecha entre sus calientes y grandes manos; me abriga y me calma. El traicionero viento se marcha igual que ha venido, y el lago vuelve a estar tranquilo. Siempre lo está, como un hombre de anchas espaldas que no pierde la sonrisa y nunca levanta el tono de voz. Es la primera vez que está tan tranquilo. No veo en la superficie el contorno difuminado de los peces o los temblores que provocan con sus pequeñas aletas; el lago está en la más absoluta quietud. Quizás estén durmiendo, si es que duermen. Siempre me he preguntado si los peces duermen, y, de hacerlo, ¿cómo lo harán? ¿Se quedarán tumbados en el fondo arenoso del lago? ¿O se dejarán llevar a la deriva por la corriente? Me gustaría saberlo. En realidad, me gustaría ser un pez, me gustaría nadar por las frías corrientes del gran lago y sumergirme en sus oscuras profundidades. Sin duda alguna, la vida de un pez sería perfecta para mí. Yo nunca pedí ser un humano, nunca quise ser persona, nadie me preguntó y fue verdaderamente cruel. Llevo cerca de setenta años retorciéndome incómodo en un cuerpo que no está hecho a mi medida; retorciéndome como un pez al que se le ha sacado del agua sin preguntar, aunque él habría muerto de asfixia a los pocos minutos, pero yo sigo aquí, viviendo sin remedio esta vida por miedo a la muerte.

Decidí trasladarme aquí tras su marcha. Aquella casa me traía demasiados recuerdos, demasiados buenos recuerdos; no habría sido capaz de seguir. Rechacé la idea de acabar mis últimos días de cordura en una residencia. Aquellos a los que una vez cambié los pañales, regañé por llegar tarde, y por los que derramé tantas lágrimas de sufrimiento y felicidad, estaban demasiado ocupados como para hacerse cargo de su viejo y carca padre; ya sólo sé contar batallitas. No diré que aquello no me dolió, sería una gran mentira, si el corazón ya estaba roto, tras este último golpe quedó divido en cuatro fragmentos que ya no soy capaz de unir; mis temblorosas manos y mi intermitente pulso volverían a traicionarme una vez más. 

Esta vieja casa y este roído muelle son ahora mis nuevos amigos, ellos y el imponente lago. 

Cuando llegué aquí, huyendo del sufrimiento y la tristeza, me miraron con desconfianza y recelo, pero con el tiempo hemos llegado a llevarnos bien. Me atrevería a decir que he entrado a formar parte de su pequeña familia. Yo no les molesto y ellos me devuelven el trato. La verdad, no son muy habladores, pero no son conversaciones lo que necesito ahora.

El sol ya casi ha salido por completo, templando el lago e iluminando el cielo, es un paisaje precioso, me gustaría poder compartirlo con alguien. Algunas lágrimas me resbalan por la mejilla; parece que ellas también quieren ser testigos de este bonito amanecer. 

—Ya es hora de levantarse, perezosos –susurro mientras me acerco al borde del muelle.

¿Dónde se habrán metido? ¿Seguirán durmiendo? Me agacho y me inclino con cuidado de no hacer sufrir mucho a mis roídas rodillas. Entonces la vieja madera cruje bajo mi peso y caigo al lago. No intento resistirme, sé que es más fuerte que yo. Me agarrará por los tobillos y no dejará que salga a la superficie, y lo cierto es que tampoco encuentro un motivo por el que valga la pena subir a flote. Soy como el marinero de algún barco naufragado que ya no tiene unos brazos en los que caer cuando llegue a orilla.

Tarde o temprano tenía que pasar, ellos lo tenían planeado. Mis viejos amigos siempre lo habían estado planeando en su permanente silencio. Sabían que yo sería demasiado cobarde como para hacerlo y lo han hecho por mí. No me desean la muerte, ni mucho menos, tan sólo me dan la muerte que yo deseaba. 

Dicen que cuando vas a morir ves pasar tu vida entera en unos segundos, pero no es así, o al menos no para mí. Yo ya la he repasado en demasiadas ocasiones; en este eterno esperar, he rememorado los recuerdos tantas veces que he llegado a transfigurarlos a mi conveniencia. Me limito a disfrutar del momento. Cierro los ojos y entonces me siento como ellos, como un pez, como lo que siempre he querido ser. Me dejo moldear por el agua, la siento rodeándome con cariño. Sin tristeza, sin preocupaciones, sin prisas, sin estrés; sé  que voy a morir y ya no tengo miedo. El oxígeno se escapa de mis pulmones y empiezo a notar la fuerte presión en el pecho. La mirada se me nubla y, antes de decir adiós a este mundo, lo veo: un pequeño pez está agarrado al fondo del lago para no ser arrastrado por la corriente; todavía estaban durmiendo. 

—¿Qué haces aquí? —escucho en mi cabeza. El pez abre los ojos y me mira extrañado.

—Siempre soñé con nacer entre los peces, pero como no ocurrió, he venido a morir con vosotros.

—¿Quién querría nacer entre peces? —vuelvo a escuchar—. ¿Has mirado a tu alrededor?

El agua, aparentemente cristalina en la superficie, se encontraba turbia, como el vaso en el que un pintor aclara sus pinceles, como si hubiesen vertido algo en ella. Gasolina, aceite, petróleo o quizás una mezcla de los tres. Veo más peces a mi alrededor, nadan con dificultad entre la nube de contaminación, les cuesta respirar con las branquias manchadas; no parecen muy felices. Algunos aletean intentando escapar de las fauces de la basura que alguien dejó educadamente caer por allí. Asustados se intentan abrir paso entre bolsas de plástico, electrodomésticos viejos y latas de conservas. Todos parecen confusos: han irrumpido en su pequeña vida destruyéndola por completo y no saben qué hacer, se limitan a mover las aletas con pasividad esperando que sólo sea una terrible pesadilla o que la muerte sea compasiva con ellos.

Al parecer, mi amigo el lago, siempre tan callado, también escondía sus dolorosos secretos tras una bella fachada de perpetua calma.

Siempre soñé con ser un pez desde que tuve uso de razón, lo que no sabía es que llevaba toda una vida siéndolo. Y ahora, cuando voy a morir, por fin puedo decir que me siento como pez en el agua.

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