FOTOGRAFÍA



Hay cosas que son realmente terribles, como su sonrisa. En un momento te dice: “mira, me haces reír tonto”, y al instante: esa sonrisa se burla de ti, y te hunde en el fondo del basurero.
Siempre me gustó Julieta, su pelo bien negro, brillante y lacio. Tenía algo bajo el labio, un lunar. Daba la impresión de ser una chispa de chocolate, más por esa piel, que era del mismo color que las galletas: cremita. Me gustaba cuando se echaba a reír, y sus dientes blancos y bien formados se mostraban a todos, captando la atención del público. Aunque ahora pienso, que no eran ni sus perfectos y grandes dientes, ni el brillo de estos, los que atraían a todos los presentes, sino su risa; el estruendo de ella. Esa carcajada que la dejaba sin aliento, y terminaba casi tosiendo, se reincorporaba, e incluso seguía riendo, a pequeñas porciones en la plática, mientras dejaba de poner atención, recordando el motivo de su risa, poco a poco, hasta que su carcajada volvía a ser la misma; Igual de estruendosa. Eso sí que me mataba. Era la gracia de ella. Luego hacía eso que me dejaba perplejo y como un completo idiota. Ella dejaba de reír en el instante que quisiera, era como si de una risa incontrolable, pasara a algo completamente actuado, aunque no lo era, o al menos, eso creía; eso me hacía creer.
Ayer que la vi, no lucía tan distinta, pero sí lo era. Tomamos asiento en el mismo café donde solíamos al tener 18. Ese café que, nos quedaba cerca de la biblioteca. Tomamos asiento en la misma mesa que la primera vez que fuimos, pedimos lo mismo que aquella vez, y sin darnos cuenta, también era la misma hora.
Ahora su pelo es más largo, bueno, algo tenía que cambiar, teniendo en cuenta que han pasado casi 6 años desde la última vez que la vi. Cuando ella se fue a estudiar Barcelona, con una beca en artes de la Universidad.
La conocí cuando teníamos 17, ella cargaba en el cuello su cámara Canon. No sé exactamente qué modelo, pero era una buena cámara. Nunca supe mucho de fotografía, ni cámaras, ni calidades, pero lo notaba en su enorme lente y la forma en que ella la cuidaba; era costosa. De vez en cuando me daba la impresión, de que amaba a esa cámara más que a mí, el día en que se descompuso, lloró más que el día en que la dejé en el aeropuerto, "sigue tus sueños". Y ella se fue, volando. De hecho, ese día ella no lloró, era feliz, y yo era feliz por ella. Yo sí lloré.
El día anterior, yo ni siquiera lo sabía. La noté rara, y supe que algo andaba mal, desde que me citó en aquel café, y al llegar estaba sentada afuera, en la misma mesa del local, junto a las jardineras, en una noche fría. Nunca nos sentábamos ahí de noche. De pronto, lo vi en sus ojos. Rojos. Como sus labios. Me gustaba más cuando tenía ese aspecto: una blusa negra, piel de porcelana, su pelo lacio, y corto a los hombros. Sus lentes de armazón grueso y brillante, sus aretes rojos, sus labios carmín, y su mirada triste. La verdad, se ve mejor feliz, pero la expresión que me quedó de ella era así, triste, y siempre talentosa. Llevaba consigo Memorias del subsuelo (Ella amaba a Dostoievsky), su bolso y su chamarra de cuero. La fui a dejar hasta su casa esa noche, frente a su puerta me abrazó, como nunca nadie lo había hecho. Mostró nuevamente sus bellos dientes, embarró su labial en mi chaqueta, su rímel, y sus lágrimas, "me voy".
Esa noche dormí tan despierto. También al día siguiente, y así durante varias semanas, tuve un descontrol con mis horas de sueño, en fin.
Al otro día se marchó, fue repentino, hasta la fecha, creo que jamás llegaré a amar a alguien como amé a Julieta.
Yo seguí aquí, en la misma ciudad, me gradué como licenciado en derecho, sin ninguna clase de honores. No tiene mucho tiempo que me he independizado por completo, tengo una quincena aceptable, no me quejo, ni me alegro. Yo nunca supe seguir mis sueños, o mis sueños eran muy rápidos, o muy pequeños. No eran grandes, como los de Julieta.
Fue una gran sorpresa recibir su llamada, escuchar su voz. Tantos años pasaron. Apenas empezaba a olvidarla, y se le ocurre aparecer de nuevo. Aparecer de nuevo en la ciudad, que ya era más mía que suya. No lo pensé demasiado, acepté la oferta del café. No había tomado asiento en ese lugar desde que ella se había marchado. Ahora el local era un poco más amplio, y ya no le atendía aquella anciana buena onda, que nos miraba benévola, como los frecuentes y buenos clientes que éramos. Tal vez la anciana había muerto. O era ya lo suficientemente vieja para no servir de nada.
No tenía sentido ir solo a ese lugar, no sentía que era tan mío el asiento que tomaba, ni el café que compraba, sino lo disfrutaba con Julieta. Pero ella ahora estaba aquí. Con lentes negros, pelo lacio, igual de negro, solo que esta vez hasta la espalda, y su estilo ya no era el mismo, ahora era más elegante. Ya no teníamos 18.
Me contó de muchas cosas, de sus premios, trofeos, reconocimientos y sueños cumplidos. Yo lo sabía, siempre amé sus fotografías, sus dibujos, sus poemas. Preguntó cómo me iba y le conté. Recordamos el pasado. Me dio un álbum, había viejas fotos nuestras en él, tomadas con su cámara de alta calidad. Fotos de las cuales no sabía de su existencia. Fotos mías, incluso de antes de conocerla. Ella las había tomado a escondidas, en la preparatoria y en la biblioteca. Nunca me gustaron las fotografías mías. No soy muy fotogénico. Ella sí. Ella siempre sale hermosa. Ella, sus paisajes, las calles, las personas, los momentos. Todo.
Antes de ser mi novia le regalé Crimen y Castigo, al final del capítulo 7 de la quinta parte, justo antes del epílogo, introduje una nota en papel delgado, "¿quieres ser mi novia?". No obtuve la respuesta hasta dos semanas después. Cada día tras de haberle obsequiado el libro caminaba con intriga hacia la preparatoria, pensando que en cualquier momento ella llegaría con una respuesta. Un día se acercó y dijo, "terminé crimen y castigo", puso aquella cara seria, que tanto miedo me daba, y me besó. Un beso corto y sonrojante. "Sí quiero, ser, tu novia".
Los días que vinieron eran los mejores, cuando me tomaba del brazo, y caminábamos largos ratos contemplando las pequeñas cosas, que la gente normal no veía, que Julieta me hacía ver. De vez en cuando se desprendía de mi brazo, corría, le tomaba una foto a una mariposa, a una flor, a una casa, a los muros, a las hojas asesinadas por el otoño. Ella decía que había algo más, que capturaba un sentimiento en esas fotografías. Yo le entendía, aunque no del todo, trataba de ver como ella. Conmovida con sus imágenes, se quedaba con la primera que tomaba, decía que en la primera estaba el momento y que, si tomaba otra, perdía el sentido. Yo le decía que era verdad, sin embargo, no sabía con certeza qué quería decir. Lo único que entendía, era que ella hacia lo que amaba, y yo amaba lo que ella hacía. Su forma de ver el mundo. Su forma de ser alguien en el mundo. Y ella me compartía esos momentos y yo con ella.
Ahora ya no comparto nada con nadie. Ni mis momentos, ni mis quincenas. Julieta pagó el café, y puso una invitación en la mesita. Era de su boda. La tomé y sonreí.
– No me imaginaba algo así. Felicidades. -Le dije.
– Muchas gracias, debes invitarme también a tu boda. -Respondió.
– No pienso casarme. – Dije de inmediato – Mi nombre es Alfredo, y creo que el amor, es para los Romeos.
Julieta soltó una carcajada, como las que solía. Yo la miré. Me contagió la risa de inmediato, y casi río a su magnitud. Entonces, hizo aquello que solía. Detuvo su risa instantáneamente y me miró fijo. Yo no podía hacer eso, y seguí riendo un poco más, sin poder controlarme a tiempo. Me volví a sentir tan estúpido, como no lo había hecho en tantos años atrás. Miré a mi taza de café y sentí un flash repentino.
Hasta ahora he pensado que todo era parte de su plan. El amor, sus fotografías, su partida, su regreso y su boda. Ahora tiene una fotografía, con la imagen y el sentimiento de un fracasado. Siempre tuvo talento para esas cosas.
Mañana compraré el regalo para su boda.



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