Ataúdes
Oiga, le platico un proyecto nuevo que voy a arrancar pronto: la fabricación de ataúdes especiales. Se me ocurrió el otro día que fui a un funeral de un desconocido; el cajón del muerto era tan, pero tan prosaico y común que no pude más que reprobar semejante diseño. Y ahí, entre llantos, lamentos y despedidas, concebí el negocio. En cuanto llegué a casa me puse a trabajar. Lo primero que pensé fue en la forma, ¿por qué siempre son alargados? De verdad le digo que estoy harto de ese rectángulo que a veces tiene unos ángulos y otras una tapa abovedada. Se me ocurre que para un primer modelo podemos fabricar un cajón perfectamente cuadrado.
Por supuesto que eso presenta un serio problema: el muerto no cabría en semejante estructura. Cierto, no hay manera de doblar un cuerpo humano para que encaje en un cuadrado, pero yo tengo la solución: cortamos al cadáver en dos y lo acomodamos de tal manera que los zapatos queden a un lado de la cabeza. Asunto arreglado. Tengo otro bonito diseño, mire: un féretro-asador.
En efecto, para aquellos aficionados a la carne asada, le presento un novedoso ataúd que tiene integrado un conveniente asador, una continuación de la misma. De esa manera combinamos el velorio con una auténtica y deliciosa carne asada. Usted prende el carbón, coloca la parrilla, pone carne, tortillas, salchichas y cebollitas y festeja la partida del ser querido. El problema es que el cuerpo podría cocerse como un cabrito (o un lechón), pero mis ingenieros ya trabajan en el asunto.
La cosa con los ataúdes viene desde la antigüedad; se protegían los cuerpos porque se tenía esta idea ridícula de que el cuerpo entraba en un viaje mágico donde se regeneraría en una dimensión estrambótica donde ya no habría corrupción física. Pero también se encajonaba al muerto para rechazar la idea de, justamente, la corrupción de la carne, para proteger la integridad de la persona. Bueno, ya en el siglo XXI sabemos que el cuerpo es el cuerpo, que no hay alma y que nos vamos a desintegrar, con todo y cajón. Así es nuestra naturaleza y hay que aprender a aceptarla y a vivir felices con eso. En fin, sigamos.
Es importante tomar en cuenta las texturas internas del ataúd. A los más jodidos no les ponen nada, porque son de madera de pino y no alcanza para más, pero en la línea que ofrezco hay alternativas. Hay uno con recubrimiento de lija gruesa, de esas para rebajar metal. La idea es que si el muerto resulta estar en estado catatónico, cuando despierte y comience a moverse sienta el material abrasivo joderle la piel al grado de un sangrado intenso, y así entienda que, como ya se ha dado por muerto, lo único que debe hacer es estarse quieto, coño.
Pero la propuesta que le quiero vender y en la que más confío es esta: presentar un atáud –bonito y bien hecho– con una réplica de su muertito. La lógica de esto es apabullante, aplastante, avasalladora e irrefutable: el muñeco –de cerámica indestructible él– no puede corromperse. Así tendrá usted una réplica de su ser querido ¡que existirá por siempre! Algo así como los guerreros de terracota del emperador Shi. Ah, pero... ¿y el cuerpo de verdad? Deshágase de él. Píquelo a macheta, sazone y déselo a los perros.
Tengo otra modalidad. Ponga especial atención: ofreceré una opción de reliquia. En efecto, ¿ve usted cómo afuera de algunos templos e iglesias venden reliquias de santos? Es importante. Pero, ¿sabe? Nuestros seres queridos son tan relevantes como esos santos. Claro que sí. Yo, por ejemplo, siento que mi papá me enseñó cosas más importantes que todas las homilías de todos los santos de todos los siglos. En honor a él he diseñado una serie de pequeñísimos ataúdes donde se resguardan para toda la eternidad sus restos. La dinámica es la siguiente: usted me hace llegar –por paquetería congelada– el cadáver y nosotros lo preparamos en un laboratorio. Separamos tejido muscular, vísceras y órganos, y se les trata de acuerdo a su naturaleza tisular. Los huesos se limpian y resecan en un horno, los músculos se salan de manera tradicional (como la carne seca de acá de Nuevo León) y las vísceras van encurtidas con vinagres, alcohol y especias. Entonces se envasan y se entregan, para que sus dueños distribuyan esos restos como mejor les convenga. Por cierto, son milagrosas.
Mi catálogo es amplio y pronto se lo haré llegar, pero quiero terminar con una última idea. Ya sabe usted que soy cocinero. Bien, ahí le va: el día del funeral de su ser querido hacemos una cena. Servimos un platillo gourmet: salmón en costra especiada sobre ensaladilla de verdolagas con molito de chile chilhuacle amarillo y puré de cuitlacoche y epazote. La costra, naturalmente, se hace con las cenizas de su muertito.
Después de la cremación, los restos se mezclan con un poco de sal, comino, ajonjolí y pimienta de Tabasco. No le decimos a nadie y en el ataúd presentamos al muñeco de cerámica que le recomendaba hace rato. ¿Le gusta la idea? Escríbame y concretamos el proyecto. Por lo pronto le mando un fuerte abrazo y piense en su fallecido antes de entregárselo a cualquier funeraria patito.
Por supuesto que eso presenta un serio problema: el muerto no cabría en semejante estructura. Cierto, no hay manera de doblar un cuerpo humano para que encaje en un cuadrado, pero yo tengo la solución: cortamos al cadáver en dos y lo acomodamos de tal manera que los zapatos queden a un lado de la cabeza. Asunto arreglado. Tengo otro bonito diseño, mire: un féretro-asador.
En efecto, para aquellos aficionados a la carne asada, le presento un novedoso ataúd que tiene integrado un conveniente asador, una continuación de la misma. De esa manera combinamos el velorio con una auténtica y deliciosa carne asada. Usted prende el carbón, coloca la parrilla, pone carne, tortillas, salchichas y cebollitas y festeja la partida del ser querido. El problema es que el cuerpo podría cocerse como un cabrito (o un lechón), pero mis ingenieros ya trabajan en el asunto.
La cosa con los ataúdes viene desde la antigüedad; se protegían los cuerpos porque se tenía esta idea ridícula de que el cuerpo entraba en un viaje mágico donde se regeneraría en una dimensión estrambótica donde ya no habría corrupción física. Pero también se encajonaba al muerto para rechazar la idea de, justamente, la corrupción de la carne, para proteger la integridad de la persona. Bueno, ya en el siglo XXI sabemos que el cuerpo es el cuerpo, que no hay alma y que nos vamos a desintegrar, con todo y cajón. Así es nuestra naturaleza y hay que aprender a aceptarla y a vivir felices con eso. En fin, sigamos.
Es importante tomar en cuenta las texturas internas del ataúd. A los más jodidos no les ponen nada, porque son de madera de pino y no alcanza para más, pero en la línea que ofrezco hay alternativas. Hay uno con recubrimiento de lija gruesa, de esas para rebajar metal. La idea es que si el muerto resulta estar en estado catatónico, cuando despierte y comience a moverse sienta el material abrasivo joderle la piel al grado de un sangrado intenso, y así entienda que, como ya se ha dado por muerto, lo único que debe hacer es estarse quieto, coño.
Pero la propuesta que le quiero vender y en la que más confío es esta: presentar un atáud –bonito y bien hecho– con una réplica de su muertito. La lógica de esto es apabullante, aplastante, avasalladora e irrefutable: el muñeco –de cerámica indestructible él– no puede corromperse. Así tendrá usted una réplica de su ser querido ¡que existirá por siempre! Algo así como los guerreros de terracota del emperador Shi. Ah, pero... ¿y el cuerpo de verdad? Deshágase de él. Píquelo a macheta, sazone y déselo a los perros.
Tengo otra modalidad. Ponga especial atención: ofreceré una opción de reliquia. En efecto, ¿ve usted cómo afuera de algunos templos e iglesias venden reliquias de santos? Es importante. Pero, ¿sabe? Nuestros seres queridos son tan relevantes como esos santos. Claro que sí. Yo, por ejemplo, siento que mi papá me enseñó cosas más importantes que todas las homilías de todos los santos de todos los siglos. En honor a él he diseñado una serie de pequeñísimos ataúdes donde se resguardan para toda la eternidad sus restos. La dinámica es la siguiente: usted me hace llegar –por paquetería congelada– el cadáver y nosotros lo preparamos en un laboratorio. Separamos tejido muscular, vísceras y órganos, y se les trata de acuerdo a su naturaleza tisular. Los huesos se limpian y resecan en un horno, los músculos se salan de manera tradicional (como la carne seca de acá de Nuevo León) y las vísceras van encurtidas con vinagres, alcohol y especias. Entonces se envasan y se entregan, para que sus dueños distribuyan esos restos como mejor les convenga. Por cierto, son milagrosas.
Mi catálogo es amplio y pronto se lo haré llegar, pero quiero terminar con una última idea. Ya sabe usted que soy cocinero. Bien, ahí le va: el día del funeral de su ser querido hacemos una cena. Servimos un platillo gourmet: salmón en costra especiada sobre ensaladilla de verdolagas con molito de chile chilhuacle amarillo y puré de cuitlacoche y epazote. La costra, naturalmente, se hace con las cenizas de su muertito.
Después de la cremación, los restos se mezclan con un poco de sal, comino, ajonjolí y pimienta de Tabasco. No le decimos a nadie y en el ataúd presentamos al muñeco de cerámica que le recomendaba hace rato. ¿Le gusta la idea? Escríbame y concretamos el proyecto. Por lo pronto le mando un fuerte abrazo y piense en su fallecido antes de entregárselo a cualquier funeraria patito.
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